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martes, 21 de agosto de 2012

SOBRE LA DECLARACIÓN UNIVERSAL DE LOS DERECHOS HUMANOS




ANTÍTESIS


 Pablo Victoria

Al cumplirse sesenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos bien vale la pena hacer algunas reflexiones sobre el particular y analizar si tras esta fachada altruista y benefactora se agazapa una reingeniería humana que pretende cambiar los parámetros morales en que se fundamenta el discurrir de nuestra organización social.

En primer lugar, la concepción política de los Derechos Humanos nace en la revolución francesa y logra cabal expresión mundial en la ONU y sus agencias que, mediante el cambio del significado del lenguaje, ha reacondicionado la mente humana y la política de las naciones hasta el punto de que quien no acepte tal declaración es reputado paria de la comunidad internacional y blanco de estigmatizaciones sin fin.
Los expertos saben que cambiar el lenguaje, es decir, darle nuevos significados a los vocablos, es cambiar el espíritu del hombre. La palabra y su significado producen un efecto profundo, directo y estimulante sobre el subconsciente.  Introducen esquemas de pensamiento que el sujeto incorpora a su cerebro, sin darse cuenta, añadiéndole una carga de sentido que condiciona sus actitudes. Esta Revolución contemporánea se sirve sistemáticamente del lenguaje para manipular mentalmente al hombre y reacondicionar sus conductas. Su éxito ha sido tal que ya todos, prácticamente, hablamos en el código expresivo de la Revolución semántica promocionada por la ONU y sus agencias en materia de derecho, como el “derecho a la libertad”, “al trabajo”, al “libre desarrollo de la personalidad”, “a la salud procreativa” y otras exóticas pretensiones de similar rango que pronto se han convertido en libertad sin límites, en el exterminio de los más débiles, o en la justificación para la dosis personal de droga.

Dentro de esta revolución semántica está también el “derecho a la igualdad”, clave importante junto con el “derecho a la libertad” para entender lo que se esconde tras las palabras altruistas y a las que, a primera vista, nadie puede oponer resistencia alguna. Si bien es cierto que el derecho implica igualdad en el tratamiento, tal igualdad no puede hacer referencia a algo absoluto o siquiera a cantidad alguna, sino a una igualdad proporcionada. Así, el ideal revolucionario pretende tras la semántica suprimir toda autoridad y toda coacción para construir una sociedad humana donde todo esté permitido: desde el aborto hasta la eutanasia, pasando por la autonomía de los niños frente a los padres, de los homosexuales al matrimonio y, en general, de las minorías activas contra las mayorías, en orden a expulsar toda visibilidad religiosa de planteles e instituciones públicas.

Que fuéramos libres e iguales, parecería ser un dogma de la nueva religiosidad atea y laicista. Pero de la desigualdad fundamental entre Dios y sus creaturas parte la desigualdad radical entre una creatura y otra; cada uno de nosotros recibe la vida gratuitamente y a partir de nuestro nacimiento nos colocamos en inferioridad de condiciones a nuestros padres y, en la medida que crecemos, comenzamos a depender cada vez más de la sociedad y de nuestros superiores naturales: profesores, jefes, instituciones y agrupaciones humanas. Así, la ley fundamental que gobierna nuestras relaciones con los demás no es la de la igualdad, sino la ley de la desigualdad radical. La desigualdad de condición entre los hombres es un hecho, y no cualquiera, sino un hecho profundo y sistemático. Somos, inclusive, inferiores al juez que en un momento dado juzga nuestros actos bajo el pretendido supuesto de la igualdad ante la ley; más concretamente, ante la eventual disputa de dos hombres sobre un pretendido derecho o título, siempre habrá de prevalecer el de uno sobre el de otro, y ese deber de justicia es el principio de la felicidad individual y de la armonía social, fundamento de todo orden natural: es decir, de la Naturaleza misma. Negar, por tanto, esta desigualdad radical entre padres e hijos y entre unas y otras personas en cuanto a sus derechos compete, es negar la autoridad de la Ley Natural, ya de hecho negada por la siguiente sofística Declaración: “Todos los hombres nacen libres e iguales en derechos”, tal como reza el primer artículo de las declaraciones de 1789 de la Revolución Francesa y de 1948 de las Naciones Unidas. Por eso, el hecho de que todos hayamos nacido igualmente desnudos no implica que debamos permanecerlo, ni que debamos buscar los mismos ropajes para ser fieles al principio de igualdad. Por eso a la ley misma rechaza el tratamiento igualitario, pues la justicia siempre implica dar a quien lo merezca y quitar a quien no; lo contrario sería que la ley pretendiera dar a todos todo lo que pretenden.

La justicia impone, pues, la desigualdad de los derechos humanos, porque el derecho mismo es una noción moral. Afirmamos esto puesto que el hombre está siempre frente a la disyuntiva moral de lo que debe o no debe hacer; y como todo concepto moral tiene relación con un fin, el derecho no puede tener pie de igualdad con lo que conviene al fin, que es el bien y la verdad, ni igualarse a lo que les repugna, el mal y el error. Se comprende, entonces, que proclamar de manera absoluta el derecho a la libertad, por ejemplo, sin precisar el objeto, es unex abrupto jurídico, metafísico y teleológico. ¿Acaso puede haber libertad de escandalizar un niño, acusar falsamente o gritar “incendio” en un lugar atestado de gente?

Pero, el lector se preguntará, ¿qué puede haber en sustitución de esa escandalosa como falsa igualdad de derechos de todos los seres humanos? La respuesta es más fácil de lo que parece: los deberes humanos. La propuesta, por tanto, es que todo derecho está precedido de un deber; mejor aún, que cada deber origina un derecho. Por ejemplo, el deber de trabajar, origina el derecho al trabajo; ¿o acaso podría predicarse de un vago el derecho al trabajo, o predicarse la igualdad de este derecho frente a un hombre trabajador y responsable? Para abundar: el derecho a la libertad se origina del deber de respetar lo ajeno, o de no dañar a los demás. Esta inversión de valores y sus decretos, así como los pronunciamientos y declaraciones de las Naciones Unidas y de las distintas constituciones de los países, atacan directamente la religión, sacuden el cristianismo, meten en una interminable contienda a la sociedad entera y escandalizan los valores sobre los que se ha construido la civilización occidental. ¿O acaso se cree que el hombre perverso goza de iguales atribuciones que el probo en su desempeño social? Los verdaderos derechos humanos emanan, ante todo, de las obligaciones y de unos derechos proporcionados a los méritos reales a que cada uno se ha hecho acreedor; por eso, en materia de derechos, casi que nos podríamos circunscribir a dos y, por tanto, proclamarlos como perfectamente inviolables: el del inocente a la vida y el de poder llegar a ser lo mejor que se pueda ser.

Por ello, los Derechos Humanos proclamados en la Carta de las Naciones Unidas, en su concepción absolutista ausente de deberes,  son contrarios a la justicia, lesivos del orden cristiano de la sociedad y  de todo aquello en que se fundamenta un recto discurso jurídico y social. 

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