ANTÍTESIS
Pablo Victoria
La clave para comprender la sociedad de nuestro tiempo y la destrucción paulatina de las culturas nacionales se encuentra en la capacidad que el derecho contemporáneo tiene para destruir los conceptos, y a través de éstos, las costumbres firmemente arraigadas de nuestra civilización. Por supuesto, no debemos olvidar que las normas jurídicas son establecidas por los parlamentos que poco caso hacen de las tradiciones populares, sobre todo si éstas permanecen ancladas en la cultura religiosa. Pero hay algo tanto o más importante que lo anterior: la capacidad que tienen los jueces de interpretar a su amaño las leyes vigentes, muchas veces contradiciendo su sentido y muchas otras añadiendo lo que la voluntad del legislador nunca consideró.
Aparte de que el jurista contemporáneo interpreta el derecho como una serie de ecuaciones o planteamientos matemáticos y no como una norma que refleja el sentir de la sociedad, la pretensión de que éste es meramente ciencia y no costumbres hace que se tienda a excluir todo lo referente al obrar humano. Es decir, rechaza todo lo que se vincula con la historia y con la vida personal y social del hombre y, por tanto, rechaza la universalidad de la moral. Esta universalidad se entiende cuando constatamos que la evidencia antropológica señala que, en todas las sociedades, el hombre posee una conciencia moral y el sentido de lo bueno y lo malo. Ninguna organización humana tolera la mentira sistemática como un valor que deba preservarse; tampoco el robo, o la violencia, dentro del mismo grupo cultural; o el incesto, para exaltar uno de los más reconocidos tabúes. Se puede afirmar que en ningún país se tiene como virtuoso quitar la comida a un niño hambriento, a menos que sea un glotón; o no cumplir las promesas dadas, a menos que sea la promesa de hacerle daño a alguien; y en ninguno que se tenga noticia la cobardía es virtud y la valentía una práctica reprochable. En este mismo sentido, difícilmente podría entenderse que el matrimonio pueda ser constituido por fuera de las normas heterosexuales, o que la homosexualidad sea reputada conducta normal.
A esta inversión en las relaciones de poder en las que el pueblo, que antes era gobernado y ahora se le incita a gobernar a través de los referendos, se añaden nuevas y exóticas formas de presuntos derechos del hombre que han aparecido simultáneamente con novedosas y sutiles maneras de violar los que son inherentes a los individuos. Contrastamos, en primer lugar, el absolutismo del Gobierno que se arroga el poder formar un “Nuevo Hombre” aplicando el método de la reingeniería social y la moral laicista implantadas desde la llamada “Educación para la ciudadanía”. Son Estados posthumanistas, compasivos con los débiles ya nacidos, y crueles con los débiles por nacer; contradictorios en sus fines y pervertidos en sus medios. Amparan la muerte, a tiempo que desprecian la vida; expanden el derecho, a tiempo que lo fraccionan. Desbordan la libertad, a tiempo que la limitan y se erigen en propagadores supremos de cuanta locura entra en la cabeza. Son las profundas contradicciones de nuestro tiempo ocultas tras la cortina de un humanismo falsificado por una filosofía de vida voluntarista.
Es aquí donde el poder ejercido desde el Parlamento se convierte en dictatorial, siembra la confusión, acentúa las contradicciones, se alteran los valores y se rebasan los límites de la cordura hasta el punto de pretender instruir a sus víctimas jóvenes quelos hombres y las mujeres no se sienten mutuamente atraídos por naturaleza, sino por condicionamiento social. Mucho de ideología y poco de ciencia es lo que tienen los movimientos que hacen del género humano un arma de combate social que también incursiona en el ámbito de la semántica, como si se tratase de declarar una guerra, de crear un conflicto de competencias lingüísticas, sociales, antropológicas y aun burocráticas, porque tras la igualdad sexual se esconden las aspiraciones a una especie de ginecocracia que conduzca a una paridad obstétrica. Es un denodado esfuerzo por eliminar el sentido común, por desnudar al hombre de todo aquello que, en sola apariencia, pudiera sospecharse discriminatorio. De allí que ahora se pueda reclasificar al hombre y a la mujer como especies trans-genéricas, superando el “arcaico” concepto de sexo, verdadera revolución cultural y conceptual.
En síntesis, la democracia ha venido evolucionando hacia formas de opresión cada vez más refinadas, como que sutilmente se busca eliminar a la familia como núcleo esencial y al individuo como ente constitutivo de ese núcleo, convirtiéndolos en instrumento para alcanzar los fines de otras personas y grupos. Ha sido meta objetiva del totalitarismo y sus diversas doctrinas combatir las instituciones tradicionales con la esperanza de abolir las limitaciones que las creencias y costumbres, emanadas de nada distinto que de la naturaleza humana, han impuesto al hombre y que hoy las izquierdas reputan perjudiciales a él y a la misma sociedad. La pretendida reingeniería social implica buscar la raíz de los males en las condiciones dadas por la naturaleza y, al pretender reformarlas, llegar a reformar la naturaleza misma.
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