SOBRE LA LEYENDA NEGRA
Pablo
Victoria
La sangre española se derramó en el suelo
americano durante las guerras de secesión como se llegó a derramar trescientos años antes en las piedras de las
pirámides aztecas, ofrendada al dios Huitzilopochtli en Tenochtitlán. En el
levante del Atlántico resonaban como latigazos las palabras de Bolívar: ‹‹Tránsfugos y errantes, como los enemigos
del Dios-Salvador, se ven arrojados de todas partes y perseguidos por todos los
hombres››… porque, en realidad, era como si todos los hombres los
persiguieran. ‹‹Sáquenlos de todas partes››, decían los británicos en Europa,
porque en el mundo nadie podía osar tener más que ellos. Ya habían sido
arrojados de los Países Bajos (1648), del Franco Condado (1679), del Milanesado
(1714), del Reino de Nápoles (1713), y del Reino de Cerdeña (1720). Era algo así,
porque la Leyenda Negra fue la persecución
ejercida sobre las ideas de una España aferrada a un tronco que se deslizaba
sobre el aluvión del desenfreno político; porque la invasión napoleónica no había sido otra cosa
que la misma persecución trasladada a sus hombres; porque, expulsando a aquella
o venciendo a éstos, se terminaría derrotando el peligro que para la Revolución
significaba la existencia de los españoles y de sus ideas.
En la negra pizarra del firmamento Inglaterra y Holanda habían escrito
con luminarias astrales la pérfida mentira de una España despiadada, esclavista
y genocida de nativos.
Habíansela ayudado a escribir franceses, italianos y portugueses que tejieron
fantasías, mitos y leyendas en torno a señeros personajes como el Duque de Alba,
Torquemada y Felipe II; negra leyenda en torno a destacados episodios como la Conquista, la
Inquisición, el saco de Roma y el exclusivismo comercial con el Nuevo Mundo.
Allí quedaron impresos
en gigantescos y mentirosos caracteres la esclavitud de los pueblos americanos,
la indolencia de siglos, el oscurantismo cultural, la intolerancia religiosa,
la tiranía para que el mundo entero la viera, la leyera, la asimilara, la
divulgara. Pero había llegado la Revolución Francesa y ¡por fin aquellos pueblos, poniendo la estrella sectaria de cinco puntas en la bandera y el gorro frigio en sus cabezas, se estaban librando de la
déspota! ¡Por fin se habían levantado los
esclavos, los indios y los blancos, cuyos lomos permanecieron tres siglos
doblados bajo el peso de la supuesta opresión! ¡Ahora eran libres!, y había que poner la
imprenta al servicio de su causa, al servicio de la de fray Bartolomé de
las Casas, diseminar por el mundo las ansias de libertad de aquellas esclavizadas gentes, correr en su auxilio por todos los medios que fuesen posibles, enviar asesores,
voluntarios, agitadores, pasquines, propaganda difamatoria, porque la lucha iba
a ser titánica contra el gigante que había blandido espadas contra Napoleón y
ahora se aprestaba a rehacer su imperio perdido; cabeceaba el indomable astado,
que doblado en el ruedo de la Historia, embestía a la cuadrilla y esquivaba el
descabelle.
Sí, había que «auxiliar» a aquellos oprimidos pueblos, porque España,
después de todo, no estaba del todo vencida y se levantaba de nuevo a
reclamar lo suyo, a imponer la justicia, a enderezar lo torcido. Y fue cuando
el toro en pie les volvió a meter miedo y cuando todos salieron en gavilla a hacerle
frente. Esta es la génesis de la invasión napoleónica a la Península, porque, en el fondo de todo, lo que Napoleón quería era demostrar al mundo que
él solo había podido dominar y someter dentro de los cauces de la ilustración y
la civilización la bestia indomable que había pretendido contagiar un continente de su causa mística y fanática, supersticiosa, católica y oscurantista.
No podían los ilustrados perdonar a
la hispanidad la enorme cantidad de heroicas gestas, de caudillos más grandes
que su sombra, de la epopeya conquistadora de inmensos y desconocidos
territorios donde los hombres, sin saber
hacia dónde iban, no dejaron de seguir llegando; no cejaron de domeñar breñas, fundar pueblos, civilizar
razas, morigerar costumbres, cristianizar almas y escribir en códices ocultos
para el extranjero los secretos de la grandeza, las sílabas
impronunciables de la gloria y el índice que guiaba hacia el perdido alfabeto
de la buenaventura; tres siglos de gloria habían sido demasiados como para no fatigarla
y exaltar los ánimos de quienes, con envidia, odio y celos, contemplaban la
épica aventura.
Envidia, porque
fueron los españoles los primeros europeos en establecer colegios y universidades en América
cuando todavía los angloamericanos talaban árboles y cazaban zorros en las
blancas y gélidas estepas de Nueva Inglaterra, Virginia o las Carolinas, para cubrir sus carnes mordidas por el frío. Jamás podrán contar que
no fueron ellos, sino los españoles, quienes fundaron en América veintitrés centros de enseñanza superior, réplicas de la Universidad de Salamanca; que graduaron 150.000 estudiantes, entre blancos, mestizos y negros, cuando ni siquiera los portugueses fundaron universidad alguna en Brasil; cuando los holandeses, después de tres siglos de presencia en las Indias Orientales, no llegaron a fundar ninguna institución de instrucción superior en aquellas tierras.
Odio, porque fue
España la primera en permitir la oposición de las ideas, estimuladas por la Corona, que
acompañaron al descubrimiento y que constituyen gloria de su civilización;
celos, porque la justicia cristiana siempre presidió y enalteció la política
del Imperio y porque prevaleció por siglos la tesis de Juan Ginés de Sepúlveda
de que el rey hispano tenía derecho de gobernar en América sobre la opuesta de
fray Bartolomé de las Casas, personaje que hasta el final insistió en que la
conquista fue una cruel injusticia contra los pacíficos e inocentes indios. De
su prolífica y desviada pluma salió el infundio de que la codicia española
había sido la causante del holocausto de veinte millones de indígenas
asesinados a manos de endurecidos conquistadores, estampa de depravación que
sirvió para alentar la disputa sobre el Nuevo Mundo que mantuvieron Holanda e
Inglaterra contra una España que volcó sobre sus costas la cultura, admiró al
mundo con sus tremendos descubrimientos y acrecentó con fabulosas riquezas su
poderío económico y militar. Aquella Brevísima Relación de fray Bartolomé se publicó primero en francés en 1579 en una imprenta de Amberes; luego fue continuada con otra publicación en holandés y otras dos en francés en 1579 y 1582, seguido de lo cual vino una publicación en inglés en 1583. Este
memorial, lleno de infundios y exageraciones, fue blandido por las potencias
enemigas para acreditar ante el orbe la incapacidad moral que detentaba la
Monarquía Católica para retener sus derechos sobre la tierra conquistada.
Por
eso, el acto de extender la religión Católica por parte de España en el continente americano se reputó fruto
del fanatismo y de la intolerancia; en cambio, el acto de descabellar indios por cuenta de Inglaterra, se disculpó como un acto
comprensible de una potencia que defendía a sus súbditos de la ferocidad indígena. Lo primero era decadente y oscurantista; lo segundo, heroico y civilizado. La lucha de la mano civilizadora de España contra los indios salvajes se denominó ‹‹el exterminio español» en tanto el exterminio indígena en la América de Norte, en el caso inglés, tornó en llamarse «la salvaguarda del trabajo colonial». De esto resulta la manifiesta
indiferencia que el mundo ha mostrado por la falta de protección brindada por
el conquistador inglés a los nativos de Norteamérica, en tanto se toma con
abierto escepticismo, o descarado cinismo, los enormes esfuerzos de la corona
de Castilla por la protección y buen trato a los indígenas del Nuevo Mundo. Es verdad palmaria que jamás España tuvo
reyes más crueles que Enrique
VIII, Isabel I, o Jacobo I de Inglaterra. El terror ejercido por estos monarcas
contra su pueblo, o contra los celtas de Escocia, o contra los irlandeses, a
quienes masacraron en las montañas y en los pantanos de su tierra, se volvió a
reflejar en su política de exterminio de los indios norteamericanos emprendida por un pueblo que había asimilado perfectamente el ejemplo de sus monarcas.
La
Historia no pudo haber sido más cruel con España.
26 de julio de 2013
Pablo: totalmente de acuerdo con lo que dices en ese bonito artículo. Un abrazo. Enrique Fernández de Córdoba y Calleja
ResponderEliminarGracias Pablo!
ResponderEliminarMe ha encantado tu análisis
Ya estaba un poco harta de sufrir como española ese complejo de culpabilidad que te hacen sentir en muchos países hispano americanos. Fue un placer compartir la velada de ayer con vosotros.Un abrazo
Señor Pablo Victoria... Por qué es tan miserable y corrupto que con mañas como todo político nefasto quiere pasarse por encima una sentencia que beneficia al país? Por personas como ud, injustas, corruptas, egoístas, y miserables ( y hasta ladronas) es que este país no ha podido salir de la violencia, pobreza, atraso entre muchas otras situaciones que aquejan a esta nación.
ResponderEliminarLa gente como usted es la que ha hundido hispanoamérica, aprende la historia y lo verás
EliminarHe visto su conferencia La otra cara de la Independencia. Gracias. Espero haber aprendido mucho -porque poco sabía- del proceso independentista y sus principales autores e instigadores. La leyenda negra ha hecho mucho daño y ha extendido mucha ignorancia, pero la mentira acaba descubriéndose y cada vez hay más historiadores haciendo una profunda investigación y revisión.
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