Pablo Victoria
La hermosa costumbre católica de adornar la natividad de Nuestro Señor en un pesebre proviene del año 1223, más exactamente de la campiña de Rieti, Italia, donde predicaba San Francisco de Asís. Cubierto de harapos, leía en ese momento, refugiado del frío en la ermita de Greccio, al evangelista San Lucas. Entonces se le ocurrió la idea de representar la escena adornándola con un burro y un buey, e invitó a sus predicandos a observar y a rezar frente a la emotiva escena. Dice el evangelista: “Cuando estaban en Belén, le llegó el día en que debía tener su hijo. Y dio a luz a su primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la sala común. En la región había pastores que vivían en el campo y que por la noche se turnaban para cuidar sus rebaños… Y el ángel les dijo: Hoy ha nacido para ustedes en la ciudad de David un Salvador que es Cristo Señor. En esto lo reconocerán: hallarán un niño recién nacido, envuelto en pañales y acostado en un pesebre”
La tradición del pesebre se arraigó de tal manera que pronto adquirió ribetes artísticos que más o menos representaban lo que, en realidad, había ocurrido. La llegada de los frailes a América con los españoles en el siglo XV trajo consigo la hermosa tradición que se extendió por todo el Continente bajo las banderas del Imperio. El burro y el buey, es sabido, no provienen de la descripción que hace San Lucas, pero el evangelista señala varias cosas: primero: que Jesús nació en un pesebre; segundo, que en la región había pastores. De todo esto se concluye que si había pastores, es muy probable que también hubiera cabras, ovejas, burros y bueyes... que “se turnaban para cuidar sus rebaños”. Es decir, San Francisco habría podido imaginar que el Niño Jesús podría haber estado rodeado de cabras y de ovejas, en vez de bueyes y burros. Pero nótese que digo “rodeado”, porque es San Lucas quién afirma que en la región, o en el entorno, había pastores. No cuesta trabajo imaginar que el niño Jesús estaba, en efecto, “rodeado” de tales animales, y eso es, precisamente, lo que el pesebre representa y lo que San Francisco quiso que representara para representar más y mejor el milagroso nacimiento.
¡El relativismo y positivismo papal ha querido, sin embargo, oscurecer con disquisiciones seudo-protestantes y literales la escena del nacimiento haciendo la observación en su libro La infancia de Jesús de que no había tal burro ni tal buey en el pesebre! Es decir, ha querido borrar de un tajo una tradición que en el mundo católico dura ya la friolera de 789 años y, de paso, llevarse en los cuernos de lucifer, digo, del buey, la veneración que impone el pesebre tal y como el santo de Asís la concibió. Pero no es como dijo Olga Beltrán que “el Papa está como loquito”. No. Está muy cuerdo. Su pretensión última es acercarnos más a los protestantes que, ni tienen pesebre, ni tienen Niño Dios que les valga; lo que tienen ellos es una “literalidad” a su acomodo; es decir, un racionalismo irracional. Dicha pretensión es involucrarnos cada vez más en ese ecumenismo demencial en que han estado empeñados los cuatro últimos papas que han venido destruyendo, cada uno a su manera, las más caras tradiciones católicas, la doctrina incluida. No está loco. Los locos somos nosotros que aceptamos cada vez con más indiferencia que papas, curas y obispos se apoderen de la Iglesia como si fuera su propiedad privada.
La tradición del pesebre se arraigó de tal manera que pronto adquirió ribetes artísticos que más o menos representaban lo que, en realidad, había ocurrido. La llegada de los frailes a América con los españoles en el siglo XV trajo consigo la hermosa tradición que se extendió por todo el Continente bajo las banderas del Imperio. El burro y el buey, es sabido, no provienen de la descripción que hace San Lucas, pero el evangelista señala varias cosas: primero: que Jesús nació en un pesebre; segundo, que en la región había pastores. De todo esto se concluye que si había pastores, es muy probable que también hubiera cabras, ovejas, burros y bueyes... que “se turnaban para cuidar sus rebaños”. Es decir, San Francisco habría podido imaginar que el Niño Jesús podría haber estado rodeado de cabras y de ovejas, en vez de bueyes y burros. Pero nótese que digo “rodeado”, porque es San Lucas quién afirma que en la región, o en el entorno, había pastores. No cuesta trabajo imaginar que el niño Jesús estaba, en efecto, “rodeado” de tales animales, y eso es, precisamente, lo que el pesebre representa y lo que San Francisco quiso que representara para representar más y mejor el milagroso nacimiento.
¡El relativismo y positivismo papal ha querido, sin embargo, oscurecer con disquisiciones seudo-protestantes y literales la escena del nacimiento haciendo la observación en su libro La infancia de Jesús de que no había tal burro ni tal buey en el pesebre! Es decir, ha querido borrar de un tajo una tradición que en el mundo católico dura ya la friolera de 789 años y, de paso, llevarse en los cuernos de lucifer, digo, del buey, la veneración que impone el pesebre tal y como el santo de Asís la concibió. Pero no es como dijo Olga Beltrán que “el Papa está como loquito”. No. Está muy cuerdo. Su pretensión última es acercarnos más a los protestantes que, ni tienen pesebre, ni tienen Niño Dios que les valga; lo que tienen ellos es una “literalidad” a su acomodo; es decir, un racionalismo irracional. Dicha pretensión es involucrarnos cada vez más en ese ecumenismo demencial en que han estado empeñados los cuatro últimos papas que han venido destruyendo, cada uno a su manera, las más caras tradiciones católicas, la doctrina incluida. No está loco. Los locos somos nosotros que aceptamos cada vez con más indiferencia que papas, curas y obispos se apoderen de la Iglesia como si fuera su propiedad privada.
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