ANTÍTESIS
Pablo Victoria
29 de enero de 2011
Razón tiene la derecha filosófico-jurídica en concluir que el constitucionalismo moderno ha establecido la doctrina según la cual las constituciones son un cuerpo jurídico vivoque deben ajustarse a lo que los jueces interpretan como avances sociales, anhelos culturales o evoluciones conceptuales sobre el hombre y su entorno. De esta doctrina surgen nuevos derechos que, aunque contradigan los ya establecidos, el cuerpo doctrinal los acoge como hijos legítimos de extensiones interpretativas sin que por ello se establezcan aporías que den al traste con la hermenéutica jurídica o la lógica formal. Los silogismos deductivos con los que la mente humana trabaja y orienta sus razonamientos poco o nada tienen que ver con el nuevo derecho que surge de la entraña de las posturas ideológicas particulares de los jueces, así contradigan el corpus social, las tradiciones, las creencias de mayorías sociales, los valores filosóficos o los morales de los que se ha alimentado la civilización cristiana occidental. Para los jueces voluntaristas, la letra de las constituciones puede y debe ser alterada a través de sentencias políticas que reinterpreten o modifiquen lo ya explicitado en la constitución o en la doctrina jurídica misma de los propios jueces. Nada es, por tanto, rígido y nada es tampoco flexible; lo rígido y lo flexible, lo pétreo y lo maleable, responde al capricho voluntarista, a la filiación ideológica y a las mayorías resultantes de un forcejeo transaccional y circunstancial. El derecho constitucional moderno gravita por fuera del ámbito jurídico y dentro de la órbita del arbitrio político. Por eso, quienes dicen obedecer estrictamente y en todo a los jueces no obran contra su propia conciencia, simplemente porque no la tienen.
Las razones de esta deriva obedecen al hecho claro de que quienes tienen a su cargo la guarda y vigilancia de los preceptos constitucionales permanecen generalmente desconectados de otras realidades políticas, éstas más estables, que perviven en los parlamentos como expresión del conjunto social. Han encontrado en esta transgresión de poderes una cantera inagotable para imponer su voluntad sobre unas mayorías sociales y políticas pasivas que miran deslumbradas cómo ayer la vida era inviolable y hoy lo es en determinadas circunstancias; cómo el nasciturus era un ser humano sujeto de derechos y hoy ya no lo es, ni los tiene, si hay justificaciones de orden fisiológico que puedan prevalecer. Hitler no lo habría podido hacer mejor. Son humanistas de corazón y genocidas de opinión. Inclusive, refinados alumnos nutridos en las escuelas espartanas del Taigeto. Sólo que modernos. Muy modernos.
Es en esta orgía de derechos contradictorios y opuestos entre sí en que se enmarca la desvertebración de la sociedad, de la familia y de los valores cristianos de una sociedad generalmente cristiana y de una Iglesia general y prudentemente política que se agarra de un tronco que se desliza sobre el aluvión de los crímenes y de la descomposición cultural y religiosa. Su propio humanismo ha sido fundido en el crisol de la contemporización, del conformismo y de la cobardía. Y del Parlamento no se diga. Porque loable como parece el esfuerzo del presidente del Partido Conservador de aclarar a la Corte Constitucional los pétreos derechos del nasciturus, la colisión de poderes no se detendrá allí, ni la invasión de competencias, ni el desbordamiento injurisprudentehabrá de extinguirse: la Corte tiene su propia agenda, dictada desde ámbitos internacionales, y no cejará hasta ver liquidado el poder legislativo del legislador comonasciturus del vientre de la cultura ciudadana. Los únicos y verdaderos remedios son, o abortar la constitución viva, o cortar las alas al águila tribunalicia.
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