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miércoles, 9 de octubre de 2013

LA PANDILLA MEDIÁTICA



Pablo Victoria


Parece que ya nadie esté seguro en este país al ponerse una camiseta; inmediatamente es brutalmente asaltado por las pandillas del otro equipo. Así me sucedió el domingo 6 de octubre cuando, súbitamente, los pandilleros del equipo contrario se dieron cuenta de que llevaba puesta la azul conservadora y vinieron a acuchillarme por la espalda. Se habrían salido con la suya si no me hubiese, simultáneamente, puesto a gritar en plena calle improperios contra los asaltantes.
            La táctica dio resultado, pues algunos vecinos abrieron las ventanas y permitieron que mis gritos resonaran por todo el vecindario. Así se fueron agolpando multitud de gentes que, unos confundidos, creyendo que era yo quien asaltaba, gritaron con igual intensidad "suéltenlos, suéltenlos", en tanto otros, comprendiendo la peligrosa situación, intervinieron con singular decisión. El hecho es que los asaltantes, al verse sorprendidos, atrás dejaron los puñales y las manillas con las que pretendían atarme, y emprendieron rápida fuga.
            El episodio, querido lector, no es muy distinto al que ocurre a la salida de los estadios, o al que sucede cuando el distraído transeúnte quiere abordar un autobús de transmilenio o transita por una callejuela de la ciudad. Pero esta vez no era cualquier pandilla la que andaba tras mi camiseta para despedazarla y arrojarla al fango de su fanatismo: se trataba de Noticias Uno, dirigida por una mujer de odios inverecundos y primitivos instintos: Cecilia Orozco Tascón.
            En efecto, estaba yo muy tranquilo en mi casa cuando allí aparecieron dos empleados del noticiero que, pretendiendo ser periodistas, saludaron con amabilidad y fueron correspondidos con hospitalidad, como no podía ser de otra manera. La entrevista fue larga y sincera; espontánea y sin adornos. La hizo Diana Salinas. Eso fue el sábado 5 de octubre. El 6, domingo, aparece la entrevista, que no por entrevista, la convirtieron en noticia y qué noticionón: Pablo Victoria se había «autoproclamado candidato del Partido Conservador», e inmediatamente sacaron a relucir un supuesto documento donde aparecía nombrado en tres hipótesis de la Fiscalía por el asesinato de Álvaro Gómez Hurtado. Claro, se cuidaron de decir de qué documento se trataba, y cómo había llegado a sus manos; si el documento lo habían contrastado, analizado o puesto dentro de un contexto más amplio y equilibrado. Acto seguido muestran imágenes de personas anónimas con botas y el edificio del Hotel Tequendama donde, supuestamente, el sindicado Victoria se había reunido con el general Camilo Zúñiga, entre otros, para dar un Golpe de Estado. Habían revivido la vieja tesis samperista de que los conjurados habían asesinado a Gómez al éste rehusar sumarse al Golpe de Estado para tumbar a Samper; tesis pueril y simplona que nadie en este país, a menos que sea un demente, puede creer. Como si fuera poco, y para dar más credibilidad a la «noticia», que no a la entrevista, muestran la imagen de un aula donde, supuestamente, el sindicado y presunto asesino de Gómez se reúne para inaugurar un partido Nazi. El montaje había quedado perfectamente dispuesto.
            No escapa al apreciado lector, y tampoco escapará al juez de la causa de injuria agravada, que existen muchas y muy sutiles maneras de calumniar, así sea amparándose en un documento y entidad oficial. Sólo se necesita un poco de imaginación, mucha dosis de mala leche y una tremenda cantidad de odio contra lo que la víctima representa. Y entonces comencé a gritar en legítima defensa. Grité improperios para que se me abrieran los micrófonos, a sabiendas de que si escribía una nota cortés al escandaloso y primitivo noticiero, jamás habrían rectificado, sacado la nota o prestado oídos a mis reclamos.
            Entonces fue Troya. Si la maldad en un hombre es cosa repudiable, la maldad en una mujer estremece hasta los tuétanos. La más infame y sicótica de las mujeres, salvo algunas otras que por allí también andan sueltas, al oír los gritos de ira y de impotencia, amén de sumarlos a la denuncia penal por injuria agravada, ordenó la publicación de la entrevista de marras por twitter. Creyó haber cumplido con la misión periodística. Pero el daño ya estaba hecho, no obstante haber sido atendido por Julio Sánchez Cristo que, como médico de urgencias, abrió los micrófonos para que todo el país supiera que no sólo habían querido rasgarme la camiseta, sino sodomizarme mediáticamente, una vez asesinado moralmente. Gracias Julio. La ambulancia llegó a tiempo.
           No así, ninguna ambulancia llegó a tiempo para salvar la vida de Álvaro Gómez: había que «tumbar al régimen», y el régimen lo derribó primero. Desarmado y sin ofrecer resistencia --como decía Stephan Zweig de Cicerón frente a sus asesinos-- podemos parodiar las últimas palabras del célebre orador romano: non ignoravi nos mortalem genuisse: sabíamos que no había nacido inmortal. Y como inmortal no era, Antonio, Octavio y Lépido se ocuparon de avisar a los asesinos de que era tiempo de contratar sicarios para consumar el magnicidio, no fuera que se cobrara cara la usurpación del poder por mediación de los sestercios tan mal habidos como mal concedidos. Y, súbitamente, la cabeza del defensor de la civilidad, de la libertad y de la legalidad, cobra un inusitado valor, una extraordinaria importancia para quienes han perpetrado el sanguinario acto, el horrendo crimen de Estado, según creemos. Y Gómez, entonces, sucumbió a las ignominiosas balas del asesino, aunque, como el mismo Cicerón decía, para las almas fuertes no hay muerte ignominiosa: Neque turpis mors forti viro potest accedere.

Pero Gómez también había pagado caro las catorce Filípicas dichas contra el oprobioso régimen de entonces, demostración palpable de que ya no se batía poniendo en juego sus palabras, sino poniendo en juego su vida contra un adelantado de las mafias enquistado en un poder que, en otras circunstancias, no le correspondía ejercer. Sin embargo, para distraernos a todos de lo que puede convertirse en la investigación y conclusiones más apasionantes del siglo, la Pandilla Mediática vuelve a sorprender con montajes y palabras ociosas como hace dieciocho años se hiciera buscando al muerto en la cabecera de los ríos. Nunca han entretenido la perspicaz y elemental pregunta de a quién convenía el asesinato. Y como Ulises ante el canto de las sirenas, cierra la Fiscalía su oído interno frente a las seductoras llamadas de la insensatez, y busca a Paulus, en vez de encontrar a Antonio, a Octavio y a Lépido.
           


9 de octubre de 2013

lunes, 29 de julio de 2013

DE CÓMO SE EXTENDIÓ LA LEYENDA NEGRA


                                                              Pablo Victoria


            Fueron ellos, amigo lector, los ingleses, holandeses, alemanes, franceses, portugueses e italianos, pero particularmente los dos primeros, quienes escribieron las mentiras y las fábulas anti-españolas en la pizarra del firmamento, en periódicos y pasquines, en revistas y folletos que fueron esparcidos por toda Europa y América a partir de 1560. En el caso de los italianos, la presencia española en Sicilia, Cerdeña y Nápoles desde finales del siglo XIII y durante los dos siguientes, fue sembrando la semilla de la discordia que germinaría en un abierto antagonismo. El milenario orgullo italiano no podía resistir que una de las antiguas provincias romanas pasase ahora a ser la potencia dominadora de sus lares; tampoco que en su suelo se dirimiese gran parte del conflicto franco-español, cuya victoria culminó con el tratado Cateau-Cambrésis de 1559 por el que Francia renunció a sus pretensiones sobre Saboya, Nápoles y Milán, algo que también habría de predisponer el ánimo francés contra los vencedores. Mucho menos que España se convirtiera en el meridiano de la cultura, en la aldea global de los tiempos modernos, en el cruce de caminos de la expansión lingüística, cuando los herederos del latín confinaban su parla a uno de los retazos de su perdido imperio. El saqueo de Roma en 1527 acabó de enturbiar las aguas italianas, porque desde aquella fecha en adelante todo lo que se publicó en ese país mostró a los españoles como los seres más crueles, ruines, violentos y rapaces en existencia, aunque sus ejércitos no lo fueran más que otros ejércitos de ocupación en similares circunstancias.
             El fondo del problema italiano consistió en que la justicia española siempre estuvo de parte de las clases oprimidas y en contra de la opresora aristocracia local, algo que predispuso a quienes eran capaces de publicar y difundir las mentiras que contra España se decían. Por ello jamás alabaron la denodada defensa española de Italia contra el Islam, que la salvó de ser invadida y avasallada por los musulmanes. Sus habitantes estaban demasiado ocupados en el goce de sus privilegios de clase, enfrascados en las disputas de las grandes familias y en la vida licenciosa, antes que en liderar su propia defensa contra la agresión islamista. Ni siquiera un respiro provino del mayor beneficiado de todos, la Iglesia, porque bajo el pontificado de Paulo IV el ataque anti-español cobró una inusitada virulencia en su pluma. Punto central de las frecuentes acusaciones que a los españoles hicieron fue el de ser malos cristianos, o ‹‹marranos››, por sus antecedentes de dominación morisca y la presencia judaica en su tierra. La paradoja de tales acusaciones consistió en que fueron los italianos, precisamente, los que en Roma, Venecia y Ferrara acogían a los judíos que se escapaban de los procesos judiciales abiertos contra ellos en España, aunque persiguiendo a los judíos suyos en Italia. Las contradicciones de sus detractores no podían ser más obvias en una época en que en toda Europa, incluyendo Italia, se pretendía extirpar la influencia del islamismo y del judaísmo. 
              En cuanto a Francia, el hecho de que España frustrara sus ambiciones sobre Italia culminó con una enorme rivalidad imperial que hizo volcar sus esfuerzos a resquebrajar los cimientos del monopolio español en América. Pronto aquel país se convirtió en un centro importante de actividades anti-españolas a partir de la primera piratería lanzada desde las costas de Bretaña, hasta culminar en los enfrentamientos bélicos de las dos potencias en el siglo XVI. La gran difusión y propaganda que ese país hizo de los escritos de De Las Casas tuvo el propósito de crear una conciencia universal sobre la crueldad de los españoles, enmarcada por la matanza del día de San Bartolomé en suelo francés el 23 de agosto de 1572. Pero no fueron los españoles los causantes de la matanza, ni siquiera los responsables. En realidad, nunca se supo quien la planeó, aunque es lo más probable que surgiera de una sucesión de acontecimientos encadenados: en primer lugar, del temor que Carlos IX de Francia tenía de una insurrección protestante; en segundo lugar, de la intervención de Catalina de Médicis, impulsada por sus consejeros en este mismo asunto y, tercero, de lo hartos que estaban los ciudadanos parisinos de los hugonotes, quienes dieron buena cuenta de los nobles protestantes cuando éstos fueron expulsados del palacio del Louvre. El pueblo los persiguió durante el transcurso de la noche y la madrugada hasta consumar el asesinato del almirante Coligny, quien fuera sacado de su lecho y arrojado por una ventana. Culpada España de estos hechos, la posterior invasión napoleónica en el siglo XIX no fue más que una réplica de la rivalidad hispano-italiana que, trasladada a Francia, volcó el espíritu de la Revolución Francesa sobre la mente y actitudes de la aristocracia peninsular e hispanoamericana.En lo que a Holanda compete, fue el Príncipe de Orange el gran iniciador de los panfletos y la propaganda como medio para ganar adeptos contra la monarquía de los Habsburgo. Empezaron por pintar a los españoles de negro, lúgubres, sombríos, diabólicos, y a distribuir su propaganda profusamente entre las clases más sencillas para lograr cultivar la hispanofobia. El ingenio difamador llegó a tal punto que se acusó al Santo Oficio de planear la revuelta holandesa que justificara la destrucción del país por parte de las tropas españolas; Holanda se convirtió en la vena rota de España y en el abismo sin fondo donde quedó enterrado el tesoro americano a causa de la feroz y prolongada contienda que sacudió a todo el continente europeo.El segundo más importante embate propagandístico holandés fue levantar la bandera de la matanza española de indios, fundamentándose en los escritos de De Las Casas. Sus ‹‹veinte millones›› de indios asesinados durante la conquista fue el arma arrojadiza contra todo el esfuerzo pacificador. Nadie cuestionó cifras tan salidas de toda proporción, pues aquel puñado de españoles habría tenido que asesinar a 1095 indígenas todos los días, 365 días al año y sin descanso de sábados ni domingos, durante los primeros 50 años de conquista para lograr una hazaña semejante. Los campos de concentración nazis y sus hornos crematorios habrían sido, en tiempos modernos, un juego de niños comparado con aquello. El tercero fue el infame y supuesto asesinato de Don Carlos, el príncipe heredero de Felipe II, a manos de su padre; también lo acusaron del asesinato de su esposa Isabel de Valois con el fin de poder contraer matrimonio con su sobrina, Ana de Austria. Un folleto fechado en 1587 que tuvo amplia circulación en Holanda, entre otras cosas, afirmaba: ‹‹...el rey de España… ha mandado asesinar a su hijo con el pretexto de una ligera desobediencia y a su esposa con el fin de facilitar sus inclinaciones hacia el adulterio…›› Era así como se manifestaba el odio de los protestantes holandeses, atizados por Guillermo el Taciturno.
El asunto del infante Don Carlos merece algún detenimiento, pues este es uno de los episodios más trágicos de la monarquía española. Era hijo de la primera esposa del rey, María Manuela, a su vez, infanta portuguesa. Don Carlos nació enfermizo y físicamente defectuoso. Tenía una clara disposición a la crueldad, era grosero y ostentaba una desenfrenada lujuria; padecía de tantos arrebatos de cólera y anormales alteraciones de su conducta, que el Rey se vio precisado a apartarlo de los asuntos de Estado. Uno de tales arrebatos fue la orden de quemar una casa madrileña de cuyo balcón se arrojó agua maloliente que llegó a salpicarlo; otro fue su amenaza, puñal en mano, contra el Duque de Alba por habérsele encomendado a éste y no a aquél la pacificación de los Países Bajos; otro más fue el ataque, espada en mano, contra su tío don Juan de Austria, a quien el Rey ofreció el reino de Nápoles, por lo que don Juan se vio también precisado a desenvainar la suya  y prevenir a Su Alteza, gritando ‹‹¡atrás!››; pero, principalísimamente, fue la noticia de que don Carlos estaba fraguando su fuga y que conspiraba con los príncipes protestantes alemanes, los hugonotes franceses y hasta con la reina Isabel de Inglaterra contra los intereses de España. En fin, fue el mismo conocimiento que el Rey tuvo de que el Príncipe heredero planeaba matarlo, acto que éste consultó con el prior del convento de Atocha, quien, a su vez, se lo reveló al Rey. Todo ello fue parte importante en determinar su encierro y poner a salvo la Monarquía de tan desquiciado personaje.
  Cuando ya no cabía duda alguna de que el Príncipe era un desequilibrado mental, Felipe II ordenó su arresto, muy a su pesar y dolor, que así expresa al papa Pío V: ‹‹…me ha parecido advertir a Vuestra Santidad de la resolución que he tomado de recoger y encerrar la persona del Serenísimo Príncipe Don Carlos, mi primogénito hijo… Y como quiera que para satisfacción de Vuestra Santidad y para que desto haga el buen juicio que yo deseo, bastaría ser yo padre… que habiéndose usado de todos los medios que para reformar y reprimir algunos excesos que procedían de su naturaleza y particular condición eran convenientes… Tengo por cierto será tenida mi determinación por tan justa y necesaria y enderezada al servicio de Dios y beneficio público cuanto ella verdaderamente lo es… y en ésta no tengo más que decir de suplicar a Vuestra Santidad que… como su verdadero hijo, con tan santo celo lo encomiende a Dios Nuestro Señor para que Él lo enderece y ayude a que en todo hagamos y cumplamos su santa voluntad… Madrid 20 de enero de 1568.››
            La prisión del infante don Carlos fue usada para la causa de la emancipación de los Países Bajos; lo convirtieron, primero en paladín de la justicia, y luego en mártir de su causa. Sin proponérselo, don Carlos fue exaltado héroe del protestantismo flamenco y Felipe II convertido en monstruo de crueldad. El encierro del Príncipe en un torreón del Alcázar, el inicio del proceso para señalar su incapacidad para heredar el trono, la huelga de hambre seguida de comidas tan abundantes que su vientre reventaba y su posterior muerte acaecida por los golpes que se daba contra las paredes, terminaron por abreviar su padecimiento. El confinamiento duró del 18 de enero al 24 de julio de 1568 y, ya moribundo, quiso ser perdonado por su padre. Felipe II se hizo presente para darle su bendición, pero no alcanzó a ver al vástago por la gravedad de su estado. Su muerte sonó como un trueno por todo el Imperio y continuó resonando por siglos. El poeta Schiller compuso su drama Don Carlos, Verdi su ópera del mismo nombre, Alfieri su Philippo y Guillermo de Orange, el rebelde holandés, su Apologie en la que acusaba al Rey de dos asesinatos: el de su esposa, que había muerto poco después de don Carlos por causas del parto de su hijo nacido muerto y el del propio Príncipe.
            Las razones que Orange dio fueron tan mentirosas como convincentes: la trama que él mismo había servido de compromisario entre la alianza matrimonial de Francia y España en la que se planteó la posibilidad del enlace entre el príncipe don Carlos e Isabel de Valois, quien, a la postre, terminó enlazando matrimonialmente con don Felipe II, Orange se puso en la tarea de afirmar que este último se había atravesado entre el amor de los dos jóvenes. Desplazado don Carlos, el desenlace del drama pasional era apenas obvio y digno de una tragedia griega: los dos jóvenes enamorados morían uno después del otro porque, según Orange, el Príncipe y la Reina, de su misma edad, mantenían sus relaciones en secreto. Como si fuera poco, este nefasto año de 1568 había dado a Don Felipe dos hijos y una esposa muertos, y habría de desatar con más furia la Leyenda Negra contra España, hechos de los cuales se origina el cuarto ataque propagandístico, a saber, el señalamiento del que fue objeto el Duque de Alba como el verdugo enviado por España para destruirles el país, en supuesta connivencia con el Papa.

Menos mal que tan increíble patraña no fue acogida en España, porque todos sabían que su rey encarnaba aquellas virtudes que se esperaban de un católico convencido que hizo tanto como San Ignacio de Loyola para que Europa entera no cayera en manos del protestantismo; sólo con el advenimiento del siglo XIX se fue recogiendo el fruto que se había sembrado en el siglo precedente: el enciclopedista y poeta Manuel José Quintana no tuvo empacho en falsear la historia en su Panteón del Escorial que fue creída  por los poetas e intelectuales que lo siguieron, progresistas y liberales todos, que no vacilaron en difundir lo que ningún historiador serio hasta entonces se había atrevido a insinuar. Y España misma, ya sumida en el más convulsivo romanticismo, comenzó a creer la patraña contra ella.

29 de julio de 2013

sábado, 27 de julio de 2013

     SOBRE LA LEYENDA NEGRA

                                   Pablo Victoria


La sangre española se derramó en el suelo americano durante las guerras de secesión como se llegó a derramar trescientos años antes en las piedras de las pirámides aztecas, ofrendada al dios Huitzilopochtli en Tenochtitlán. En el levante del Atlántico resonaban como latigazos  las palabras de Bolívar: ‹‹Tránsfugos y errantes, como los enemigos del Dios-Salvador, se ven arrojados de todas partes y perseguidos por todos los hombres››… porque, en realidad, era como si todos los hombres los persiguieran. ‹‹Sáquenlos de todas partes››, decían los británicos en Europa, porque en el mundo nadie podía osar tener más que ellos. Ya habían sido arrojados de los Países Bajos (1648), del Franco Condado (1679), del Milanesado (1714), del Reino de Nápoles (1713), y del Reino de Cerdeña (1720). Era algo así, porque la Leyenda Negra fue la persecución ejercida sobre las ideas de una España aferrada a un tronco que se deslizaba sobre el aluvión del desenfreno político; porque la invasión napoleónica no había sido otra cosa que la misma persecución trasladada a sus hombres; porque, expulsando a aquella o venciendo a éstos, se terminaría derrotando el peligro que para la Revolución significaba la existencia de los españoles y de sus ideas.
En la negra pizarra del firmamento Inglaterra y Holanda habían escrito con luminarias astrales la pérfida mentira de una España despiadada, esclavista y genocida de nativos. Habíansela ayudado a escribir franceses, italianos y portugueses que tejieron fantasías, mitos y leyendas en torno a señeros personajes como el Duque de Alba, Torquemada y Felipe II; negra leyenda en torno a destacados episodios como la Conquista, la Inquisición, el saco de Roma y el exclusivismo comercial con el Nuevo Mundo. Allí quedaron impresos en gigantescos y mentirosos caracteres la esclavitud de los pueblos americanos, la indolencia de siglos, el oscurantismo cultural, la intolerancia religiosa, la tiranía para que el mundo entero la viera, la leyera, la asimilara, la divulgara. Pero había llegado la Revolución Francesa y ¡por fin aquellos pueblos, poniendo la estrella sectaria de cinco puntas en la bandera y el gorro frigio en sus cabezas, se estaban librando de la déspota! ¡Por fin se habían levantado los esclavos, los indios y los blancos, cuyos lomos permanecieron tres siglos doblados bajo el peso de la supuesta opresión! ¡Ahora eran libres!, y había que poner la imprenta al servicio de su causa, al servicio de la de fray Bartolomé de las Casas, diseminar por el mundo las ansias de libertad de aquellas esclavizadas gentes, correr en su auxilio por todos los medios que fuesen posibles, enviar asesores, voluntarios, agitadores, pasquines, propaganda difamatoria, porque la lucha iba a ser titánica contra el gigante que había blandido espadas contra Napoleón y ahora se aprestaba a rehacer su imperio perdido; cabeceaba el indomable astado, que doblado en el ruedo de la Historia, embestía a la cuadrilla y esquivaba el descabelle.
Sí, había que «auxiliar» a aquellos oprimidos pueblos, porque España, después de todo, no estaba del todo vencida y se levantaba de nuevo a reclamar lo suyo, a imponer la justicia, a enderezar lo torcido. Y fue cuando el toro en pie les volvió a meter miedo y cuando todos salieron en gavilla a hacerle frente. Esta es la génesis de la invasión napoleónica a la Península, porque, en el fondo de todo, lo que Napoleón quería era demostrar al mundo que él solo había podido dominar y someter dentro de los cauces de la ilustración y la civilización la bestia indomable que había pretendido contagiar un continente de su causa  mística y fanática, supersticiosa, católica y oscurantista.
            No podían los ilustrados perdonar a la hispanidad la enorme cantidad de heroicas gestas, de caudillos más grandes que su sombra, de la epopeya conquistadora de inmensos y desconocidos territorios donde los hombres, sin saber  hacia dónde iban, no dejaron de seguir llegando; no cejaron de domeñar breñas, fundar pueblos, civilizar razas, morigerar costumbres, cristianizar almas y escribir en códices ocultos para el extranjero los secretos de la grandeza, las sílabas impronunciables de la gloria y el índice que guiaba hacia el perdido alfabeto de la buenaventura; tres siglos de gloria habían sido demasiados como para no fatigarla y exaltar los ánimos de quienes, con envidia, odio y celos, contemplaban la épica aventura.
Envidia, porque fueron los españoles los primeros europeos en establecer colegios y universidades en América cuando todavía los angloamericanos talaban árboles y cazaban zorros en las blancas y gélidas estepas de Nueva Inglaterra, Virginia o las Carolinas, para cubrir sus carnes mordidas por el frío. Jamás podrán contar que no fueron ellos, sino los españoles,  quienes fundaron en América veintitrés centros de enseñanza superior, réplicas de la Universidad de Salamanca; que graduaron 150.000 estudiantes, entre blancos, mestizos y negros, cuando ni siquiera los portugueses fundaron universidad alguna en Brasil; cuando los holandeses, después de tres siglos de presencia en las Indias Orientales, no llegaron a fundar ninguna institución de instrucción superior en aquellas tierras.
Odio, porque fue España la primera en permitir la oposición de las ideas, estimuladas por la Corona, que acompañaron al descubrimiento y que constituyen gloria de su civilización; celos, porque la justicia cristiana siempre presidió y enalteció la política del Imperio y porque prevaleció por siglos la tesis de Juan Ginés de Sepúlveda de que el rey hispano tenía derecho de gobernar en América sobre la opuesta de fray Bartolomé de las Casas, personaje que hasta el final insistió en que la conquista fue una cruel injusticia contra los pacíficos e inocentes indios. De su prolífica y desviada pluma salió el infundio de que la codicia española había sido la causante del holocausto de veinte millones de indígenas asesinados a manos de endurecidos conquistadores, estampa de depravación que sirvió para alentar la disputa sobre el Nuevo Mundo que mantuvieron Holanda e Inglaterra contra una España que volcó sobre sus costas la cultura, admiró al mundo con sus tremendos descubrimientos y acrecentó con fabulosas riquezas su poderío económico y militar. Aquella Brevísima Relación de fray Bartolomé se publicó primero en francés en 1579 en una imprenta de Amberes; luego fue continuada con otra publicación en holandés y otras dos en francés en 1579 y 1582, seguido de lo cual vino una publicación en inglés en 1583.  Este memorial, lleno de infundios y exageraciones, fue blandido por las potencias enemigas para acreditar ante el orbe la incapacidad moral que detentaba la Monarquía Católica para retener sus derechos sobre la tierra conquistada.
            Por eso, el acto de extender  la religión Católica por parte de España en el continente americano se reputó fruto del fanatismo y de la intolerancia; en cambio, el acto de descabellar indios por cuenta de Inglaterra, se disculpó como un acto comprensible de una potencia que defendía a sus súbditos de la ferocidad indígena. Lo primero era decadente y oscurantista; lo segundo, heroico y civilizado. La lucha de la mano civilizadora de España contra los indios salvajes se denominó ‹‹el exterminio español» en tanto el exterminio indígena en la América de Norte, en el caso inglés, tornó en llamarse «la salvaguarda del trabajo colonial».  De esto resulta la manifiesta indiferencia que el mundo ha mostrado por la falta de protección brindada por el conquistador inglés a los nativos de Norteamérica, en tanto se toma con abierto escepticismo, o descarado cinismo, los enormes esfuerzos de la corona de Castilla por la protección y buen trato a los indígenas del Nuevo Mundo.  Es verdad palmaria que jamás España tuvo reyes más crueles que Enrique VIII, Isabel I, o Jacobo I de Inglaterra. El terror ejercido por estos monarcas contra su pueblo, o contra los celtas de Escocia, o contra los irlandeses, a quienes masacraron en las montañas y en los pantanos de su tierra, se volvió a reflejar en su política de exterminio de los indios norteamericanos emprendida  por un pueblo que había asimilado perfectamente  el ejemplo de sus monarcas.
            La Historia no pudo haber sido más cruel con España.


26 de julio de 2013